Roberto Salazar (2010)
En la música, siempre me ha fascinado el poder del silencio: silencio de negra, silencio de blanca, silencios varios, que al escribirlos en un pentagrama y no tocarlos en un instrumento, dicen todo... La pausa, el cambio de ritmo, la revolución del silencio en el placer musical, ese que permite lucir el baile, cuando este último acompaña a la música. En la danza y el deporte, me desnuda el silencio del equilibrio en movimiento, el de un paso que se suspende en el aire mientras se mueve, o el logro de los maestros del cuerpo, que logran detener por completo su masa corporal y cambian de inercia con gracia extrema, tras venir del éxtasis de una aceleración y velocidad cautivante. En el sexo, me encanta sobremanera el silencio: no tanto el de la voz que no pronuncia, sino el de las manos que se estacionan por décimas de segundo interminables sobre el pecho o la cintura de la amada, mientras los ojos de ella lo dicen todo, con dulzura, con abandono, con placer y calor de un fuego que nos une y visibiliza como pareja. En la crianza, en lo suyo, disfruto mucho de la satisfacción que se puede transmitir con una mirada paternal y amorosa frente a un logro infantil: del vistazo por el retrovisor que disfruta de no pronunciar nada como comentario, pero que ubica y se conecta con los ojos infantiles sedientos de ratificación. Me gusta medir la forma y movimiento de las cejas de mis hijas, reconocer su pensamiento junto al pensamiento universal, ver crecer su empatía y el de todos nosotros como familia con el espíritu de la humanidad, cuando se puede, cuando se logra: me encanta acariciar el silencio de no decirnos o predicarnos mucho en familia, sino vivir conforme a lo que creemos, que cada vez está más claro de lo que podremos decir. Agradezco a la vida cada segundo de posibilidad de caminar de la mano con las crías por su camino, y el milagro de ser tomado por su mundo interior que vive lo que quiere vivir, que pregunta lo que desea preguntar, y sonríe cuando uno sonríe, cree tácitamente cuando uno cree, y vibra cuando la vida madura y se convierte en "más grande", talla tras talla, ascendente, de zapatos, camisetas y pantalones. Ya en lo personal, me encanta, cuando tomo una guitarra o me siento frente al piano, cuando su pasividad me permite rasgar sus buenos arpegios o digitar algún acorde improvisado, y luego, en el culmen de una frase, cuando me dejan pisar el pedal y ceden su física para que fugue una nota hacia el infinito, mientras las manos se quedan inactivas, casi temblando por dentro, pero pasando la sangre hacia la columna y el oido interno, que escucha hasta el fondo lo que dice el verso musical, sintiendo en el espíritu la dulzura de la paz. Me apena, por todo ello, el verme envuelto en el ruido, sobre todo en las relaciones, la política, la comunicación y la vida: me rebelo en silencio cuando por error propio o distracción ajena, terminamos hablando de más, esclavizándonos por las palabras, desadueñándonos de nuestra libertad de callar. Cuando soy testigo de primera mano de la ruptura de la armonía, la melodía y el ritmo, me fortalezco en la meditación sobre mis formas de cambiar la recepción de intolerancia, irrespeto, agresión, violencia, ira, palabrería, insulto, desunión, corporativización, clasificación, encasillamiento, categorización, juicio, sentencia, guerra, venganza, resentimiento, revancha, maldad, ego, y tantas otras manifestaciones de ausencia de amor. Me recompone y da fuerzas el silencio de la música, del sexo, del baile, de la amistad, del trabajo, del estudio, de la idea corta puesta y dispuesta para el comentario, del compartir, de la sonrisa cómplice, de la risa abierta, de la carcajada amiga, del amar, del valor divino que me llega para proyectarme en la verdad y la empatía, como individuo, como ser, como centro de mi vida y mis relaciones. Agradezco siempre, allí, y en paz nuevamente, la presencia del silencio como principio unificador que, lejos de transgredirme, me devuelve la fe en la trascendencia con respecto a lo mundano. Finalmente, en el marco de mi esperanza vital, reconozco que ese silencio no es patrimonio mío; acepto que viene de adentro sí, pero de afuera a la vez: de un Espíritu Santo que, ocasionalmente, se me incorpora en la entraña, en gracia y en presencia. Si alguien que me quiere o desquiere ha llegado hasta acá, lo invito a unirse a mi silencio libre al orar, aunque estemos lejos físicamente. Lo invito a unirse en la virtualidad del silencio y la distancia, y me brindo en su compañía, donde el oído ya no oye pero sí que escucha, y donde podemos, como amigos sentir sin manifestar, y cambiar sin sobrepasar.
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