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El Otro Eje... 6

Actualizado: 14 sept 2020



El Otro Eje … 6





Era tiempo de locuras, de primaveras que van entrando ya casi por temperatura en veranos. No había como temer nada que no fuera una música aleve de bandoneón que sonara como un Astor Piazzola propio, enganchado desde los dedos como que uno mismo fuera el bandoneón, yendo y viniendo, soplando y respirando...



Y sonó el “Adiós Nonino”...



Ella iba ya solita, hacia su casa, hacia su hogar. Un poco con frío, ya un poco tarde. Con un poco de luces que no le permitían mirar con claridad al confundirse la caída de la noche con los faroles que se encendían y los autos que unos sí y otros no encendían sus propios ojos, como para mirar lo que dejaba la bruma luego de la lluvia.



Era uno de esos días de verano, en los que se disfrutaba una temperatura ideal y en los que, cosa rara, en esas lluvias de verano inusuales, se lograba reproducir un poquito el placer tropical de mirar los saltos de olores, sabores, luces, sentidos, sensaciones a flor de piel, sonidos, e incluso un poquito hasta los fríos relativos de los zapatos húmedos tras pisar los charcos con placer y sin culpa.



Era tiempo de locuras, de primaveras que van entrando ya casi por temperatura en veranos. No había como temer nada que no fuera una música aleve de bandoneón que sonara como un Astor Piazzola propio, enganchado desde los dedos como que uno mismo fuera el bandoneón, yendo y viniendo, soplando y respirando, levantando junto al aire de la calle y los autos los cabellitos sueltos que jugueteaban sobre la sien como si no hubiera nada más que balancearse cadenciosa y silenciosamente, pero llenos de melodía en armonía con los ritmos del más tranquilo latir del más calmado buen ser para el bien servir.



No importaba que la frase de mayor impacto del Adiós Nonino sonara en los audífonos silenciando el ruido de los motores, al bloquearse todo menos Piazzola.



No importaba que los ojos no condujeran los pasos, al ser inmune la ropa al estallido del auto que le mojaba toda entera, la empapaba desde el lodo que le llegaba hasta la cara, la nariz, incluso la boca, con tierra y con todo, con agua, con suciedad incluso, pues estaba vacunada por su propia agua interior que danzaba y sentía todo como vida que se dejaba en sus pies y se entregaba en sus ropas ya entregadas al camino.



Ella era corajuda: le importaban un soberano rábano las miradas, pues iba hacia casa, en la mejor compañía y había además vaticinado que le había llegado un buen entendedor que sin hablar sabía decirlo todo.



 

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