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El Otro Eje ... 5

Actualizado: 13 sept 2020


Y caminó. Sin mirar atrás. Si habrían de encontrarse no sería allí





La comida era aceptable, claro, pero no tan buena como para desplazar al protagonista que era el Café.


Había eso sí, un excelente chocolate, del bueno, del "dark", fino, de aroma, teobroma, de "arriba. El dueño del local era parte de una cofradía de "connaisseurs" que sabían que no había nada que hiciera más irresistible a un local exquisito que tener el mejor y más antiguo cacao del mundo.


Lo servían, bien servido. Bien preparado.


Domaban un poquito, con ello la aridez del clima, y se compartían entre cofrades, los secretos y los clientes. Cada uno tenía su "mano" y sus triquiñuelas. Era parte del juego, sin competencia sino con coo-petencia. Era una red donde el más macho podía perderse bajo los hechizos del sabor que te llega al alma.


Ella era fiel al café, sin embargo, hasta entonces. Curiosamente, su azabacheo no la había llevado todavía a la selectísima red, en la que se caía como cae una bella mariposa cuando entra en la tela de una araña.


El pensamiento de la red era como era: un buen café, un buen chocolate, un buen desayuno, un buen brunch, o un buen té, son capaces de juntar hasta el más duro de los necios.


Y por ello, El se fue de allí al día siguiente, donde otros dueños ya amigos tejían y tejían. Podía moverse con flexibilidad, sin esos odiosos contratos de trabajo con liquidaciones y protecciones para bárbaros.


El era un liberal, no podía trabajar de esclavo, ni imponerse sobre los jefes y dueños que no eran más que El, sino que jugaban un rol a veces más pesado, aunque con alguna paga extra que era lo que les gustaba.


A El le gustaba la libertad y su tiempo.


Caminó entonces, al día siguiente hasta el café del más amargado dueño de la red, ése al que le llamaban el "viudo negro", que para crear algo sombrío como se debía, había convergido en mini-sociedad, con una solterona muy rica, toda rubia, a la que denominaban la araña de rincón, por sus artes para atrapar poderes en formas diferentes, un poquito bastante venenosas para quienes gustan de volar: con las mejores machas a la parmesana, y su cuidadísimo pan amasado, chilenísimo, que una vez juntado con el café ecuatoriano creaba una bomba imposible de dejar pasar a eso de las 5 ó 6 de la tarde.


Todo era por una buena causa: los cofrades cazaban líderes, eso sí. Gente de buen gusto, por supuesto. Ojo: no andaban con "ocupadillos", esos pobres infelices esclavos del trabajo e incapaces de darse libertades para disfrutar del ocio que siempre sacaban el cuerpo a un buen café bajo el falso prurito de "estoy a full"...


No buscaban; se dejaban descubrir. Sabían que de una u otra forma, las luces y el aroma atraerían a todos los que podían vivir la vida a la inglesa, a la europea, en modo Myfair o Neuilly-sur-Seine, y recreaban el ambiente de ese maravilloso sitio de 60 mil residentes del eterno París donde viven los ricos que pueden pasar tardes tomando infusiones mágicas sin preocuparse de trabajar.


La idea original había sido de un holandés o belga mítico. Un economista que no tenía nada mejor que hacer que vivir la vida. El había escrito un cuento que se había convertido en el manual para el resto, que disfrutaban cuando hacían el trabajo de reproducir ese hilo de momentos, como una tela de araña procesada por experiencias vívidas con las que sabían que podían llegar a escribir algo potente, como un hilo de miles de hebras, convertido en una pegadura del grosor de un lápiz, tan elástico y fuerte que podría llegar a detener a un avión Boeing 747 en pleno vuelo...

 
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